LECTIO
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 3,13-15.17-19
Cuando se desconoce el designio de Dios, se subvierten también los valores humanos: se indulta a un asesino y se condena a muerte al «Jefe de la vida» (w. 14-15, al pie de la letra). Sin embargo, la muerte no es más fuerte que la vida; no son los hombres quienes conducen la historia, sino Dios, que con su poder ha resucitado de entre los muertos a su Siervo fiel. Los apóstoles -y, en consecuencia, todos los creyentes- son testigos de este hecho y participan de la vida divina que les ha comunicado el Resucitado. Pero nada de esto obedece a un poder que tengan por sí mismos; sólo en nombre de Jesús pueden realizar prodigios y, sobre todo, exhortar con autoridad al arrepentimiento y a la conversión para que sean borrados sus pecados.
Segunda lectura: 1 Juan 2,1 -5a
El hombre, herido por el pecado, es «justificado» por medio del sacrificio de Jesucristo, el cual permanece para siempre como nuestro intercesor junto al Padre. En él se ha abierto de nuevo el camino del retorno a Dios y de la plena comunión con él. Ahora bien, no podemos hacernos la ilusión de amar a Dios -conocer en el lenguaje bíblico equivale precisamente a amar- si no guardamos sus mandamientos y no cumplimos su voluntad en las situaciones concretas de la vida. Humildad y obediencia son, por consiguiente, dos rasgos que deben caracterizar al cristiano. Ambas le hacen capaz de dar acogida al «amor perfecto» -o sea, al mismo Espíritu Santo-, que lo configura con Cristo, en total oblación y gratuidad (w. 3-5).
Evangelio: Lucas 24,35-48
El evangelio subraya de nuevo la dificultad que les supone a los apóstoles creer, así como la benévola comprensión de Jesús, que no se cansa de ofrecer distintos modos de reconocimiento: los signos inconfundibles de su crucifixión y la familiaridad de una comida compartida (w. 41-43).
En este contexto, y por tercera vez, vuelve la afirmación de la necesidad de la muerte de Cristo (en griego déi: «era preciso», «era necesario» [v. 44]) para el cumplimiento del designio divino de salvación.
La experiencia viva y la comprensión de fe del acontecimiento de la resurrección abre la misión ante los apóstoles. Ellos son testigos directos y se les ha hecho capaces de dar razón de su fe y de anunciarla a todas las naciones (v. 47), predicando «en el nombre de Jesús» -o sea, con su autoridad- la conversión y el perdón de los pecados. Jerusalén, que es, en Lucas, el centro y la cima de la misión de Cristo, se convierte ahora también en el punto de partida de la irradiación del Evangelio.
MEDITATIO
La alegría pascual crece y tendrá su plenitud en la vida eterna, en la resurrección futura. Por eso, nuestra alegría está motivada por la esperanza de llegar a ser herederos del Reino de los Cielos, por la esperanza de resurgir con Cristo también en cuerpo. Una alegría vivida, experimentada, pregustada en la tierra como peregrinos, aunque destinada a crecer hasta la meta de la eternidad bienaventurada.
Esta alegría de peregrinos -que va unida siempre a la fatiga y al sufrimiento del camino- requiere de nosotros ascesis, conversión del corazón y empeño en su custodia, porque puede verse, fácilmente, turbada y abrumada por el espanto, por el cansancio, por la angustia… En una palabra, por todos los peligros que nos acechan mientras vamos de viaje. De ahí que tengamos necesidad de una fuerza interior, divina: eso que nosotros no seríamos capaces de guardar por nosotros mismos es confiado al Espíritu, al Espíritu consolador.
¿Cómo es posible obtener un don tan precioso, gracias al cual podremos vivir como verdaderos testigos del Resucitado y alegrarnos siempre, vayan como vayan las cosas? Debemos desearlo con pureza de corazón y con humildad, pues así lo recibiremos, con gratitud, como don. Si existe esta disposición en nuestro interior, reside en nosotros verdaderamente la vida nueva: podemos ejecutar el testamento que el Señor Jesús nos ha dejado, ¡venga el canto nuevo, la alegría verdadera!
ORATIO
Por este camino por el que andamos siempre peregrinos -con el peso de la soledad en el corazón- vienes tú, el Viviente entre los muertos, a nuestro encuentro y partes el pan del amor. En este largo camino, donde, a la puesta del sol, se extienden nuestras sombras, enciende, oh Viajero envuelto de misterio, el vivido vivaque de tu Palabra y sabremos, por su fuego ardiente, que nuestra esperanza ha resucitado más viva, más fuerte.
Sí, abre nuestra mente para comprender la Palabra, porque sólo ella puede disipar las dudas que aún surgen en nuestro corazón. ¡Cuántas veces, incapaces de reconocerte, hemos renegado de ti también nosotros! Pero tú, el Justo, con manso padecer te has hecho víctima de expiación por nuestros pecados. No nos dejes ahora vacilantes y turbados: que tu presencia infunda en nosotros la paz, que tu espíritu despeje nuestra mirada y nos haga alegres testigos de tu amor.
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